
“En marzo de 1968, hacía unos buenos siete años que todos los sectores fundamentales de la economía cubana eran manejados por el Estado y nuestro gobierno. Todas las industrias de importancia, todas las grandes fábricas, toda la banca, más del setenta por ciento de todas las tierras del país, los centrales azucareros, la minería, la extracción y refinación del petróleo, todo el comercio de exportación e importación, todas las líneas de carga por camiones, los ferrocarriles, la líneas de autobuses urbanos e interurbanos, los grandes hoteles, las grandes tiendas, los grandes centros de entretenimiento, la prensa, la radio, la televisión, los centros educacionales y de salud y a ello habría que añadirle un largo, casi interminable etcétera, los poseía y los hacía funcionar el Estado cubano.
¿Quedaba algo fuera del aparato estatal? Quedaba, cómo no. Quedaba una impresionante red de pequeños centros de elaboración de innumerables productos, la red del comercio minorista de las ciudades –bodegas, panaderías, carnicerías, puestos de frutas y viandas, pescaderías, fondas, mínimos restaurantes, bares (sólo en La Habana había 880), gasolineras, quincallas, talleres de diversos rubros: de mecánica automotriz, de arreglos de electrodomésticos, poncheras, barberías, peluquerías, heladerías, etcétera, etcétera, etcétera. Todo esto era una suerte de infraestructura de economía popular, que subsistía al amparo de la familia.
Todos estos pequeños negocios fueron “intervenidos”. Se había llegado a unos extremos que jamás habían soñado Marx y Engels: la socialización del puesto de fritas”
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En las calles de Cuba, donde habían aparecido pregones inmortales como “El manisero” o las “Frutas del Caney”, surgió un género insólito que cabría llamar el antipregón. Uno veía a un señor conversando animadamente en una esquina de Centro Habana, y cuando cruzabas a su lado, el tipo bajaba la voz hasta ser casi un susurro y te decía, como quien comunica la contraseña de un espía: “Maní”.
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Obviamente, en el año 2010 es imposible reconstruir lo desmantelado en 1968.
Seguramente ha muerto un importante número entre los que eran entonces medianos y pequeños empresarios o simples trabajadores particulares. Quién sabe cuántos abandonaron el país y cuántos se vieron obligados a encauzar sus vidas de otra manera. Siempre no se puede volver a empezar.
La posibilidad que tenemos no es la de restaurar, porque seguramente, a una buena porción de los que entonces vieron esfumarse sus empresas o talleres, si estuvieran en condición de recibir la oferta, es seguro que les parecería por lo menos irónica.
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Habría que privatizar gradualmente el comercio minorista, hasta que los detallistas posean los comercios que regentean, mantengan los establecimientos y contribuyan asimismo, a partir de sus ganancias, a colaborar con el incremento del presupuesto estatal, el presupuesto de todos. Como organizar estos procesos, debe quedar en manos de nuestros economistas.